Por Jorge Raventos
La gira asiática del presidente Macri fue, como se esperaba, muy exitosa. Conviene no deducir de este hecho incuestionable que sus efectos sobre la economía argentina se observarán de la noche a la mañana. Lo que ha cambiado es que se ha abierto una puerta a la financiación de grandes proyectos de infraestructura y a inversiones en sectores relevantes. En cualquier caso, esa puerta se franqueará rotundamente cuando las contrapartes se convenzan plenamente de que Argentina ha forjado un consenso consistente sobre su comportamiento a mediano y largo plazo.
La Moncloa argentina
Con ánimo electoralista, estimulado sin duda por el breve plazo que resta hasta que se consume el comicio de medio término, el gobierno interpreta que ese consenso tiene una única vía para manifestarse: la victoria oficialista en las urnas de octubre. Esa mirada esconde una suerte de extorsión tácita: “Si la sociedad argentina no nos elige, los inversores y financistas potenciales no van a venir”.
No es cierto que la victoria oficialista sea la única forma posible de consenso. Sí es probable que una derrota oficialista volvería más acuciante la demanda externa de que ese consenso se consume y evidencie.
Encuestas y pronósticos parecen coincidir en que el gobierno conseguirá un resultado numéricamente satisfactorio en las urnas. De todos modos, una elección como la que se producirá en octubre admitirá distintas lecturas pues el escenario estará fragmentado. En la suma del territorio el gobierno probablemente saldrá primero pero no conseguirá más votos que la oposición; aunque conquistará más bancas que las que pondrá en juego, no conseguirá todavía un número de diputados ni de senadores que le garantice autonomía de movimientos en el Congreso: seguirá dependiendo de las negociaciones con los bloques ajenos.
Más allá de encuestas, augurios y deseos, es difícil que en el decisivo ring de la provincia de Buenos Aires el oficialismo pierda frente a un peronismo que no consigue todavía unificar personería alrededor de una conducción y candidatos plausibles. Pero podría ocurrir: la democracia se caracteriza por admitir cierto margen de incertidumbre que sólo se disipa cuando se cuentan los votos.
En cualquier caso, el consenso que se le pide a la Argentina es algo diferente que el resultado favorable que pretende el gobierno y algo independiente de su eventual victoria. De hecho, eso quedó destacado el jueves último en el Salón Azul del Senado cuando, ante muy numeroso público formado por políticos en actividad y en retiro, un panel formado por primeras figuras del Pro (Federico Pinedo), el radicalismo (Ernesto Sanz) y el peronismo (Miguel Pichetto) analizó los pactos españoles de La Moncloa junto a uno de sus forjadores, el ex senador comunista español Ramón Tamanes.
En ese marco, Sanz insistió en su idea de que se necesita un acuerdo de gobernabilidad que vaya más allá del actual oficialismo, pues “seguirá sin haber una fuerza política mayoritaria” después de la elección de octubre. Pinedo, por su parte, coincidió en la virtud de una convergencia de esa naturaleza, ante “las dificultades y desafíos que presenta la economía global”. Casi traduciendo lo que Macri escucha en el exterior, Pinedo propugnó el consenso amplio para “dar señales de que la Argentina no va a seguir con sus ciclos de crecimiento y de destrucción de lo conseguido”.
Miguel Pichetto, de su lado, recordó que, al inaugurarse el gobierno de Mauricio Macri, él mismo había propuesto un “Acuerdo del Bicentenario”. Que no llegara formalizarse no quiere decir que no se pusiera parcialmente en práctica (el gobierno consiguió aprobar un centenar de leyes gracias a la colaboración opositora), pero la falta de una concreción explícita de ese acuerdo que piden afuera y -como queda claro- también adentro, indica que se ha perdido mucho tiempo en avanzar en el amplio consenso posible e indispensable.
El salto sin red
Antes de regresar de Asia, el Presidente tomó nota del recalentamiento político-institucional que sufre el socio mayor de Argentina: Brasil. La perturbación en el vecindario inevitablemente incrementa la cautela con la que se mueve el mundo en relación con la Argentina. Más allá de esa dificultad genérica, los problemas de Brasil afectan directamente al país: tienen consecuencias monetarias, productivas, comerciales. Si se quiere, también tiene consecuencias políticas. De hecho, las investigaciones judiciales que destapan escándalos y sacuden al sistema político brasileño ya han registrado repercusiones locales en Argentina que han determinado que grandes compañías cambiaran de mano y que altos funcionarios públicos se encuentren sometidos a sospechas e investigación.
Todo indica que los sacudimientos de nuestro gran vecino no terminarán de inmediato. Las investigaciones judiciales amplificadas por los medios sugieren que el tejido conjuntivo del sistema político brasileño está contaminado por distintas formas del financiamiento ilegal, con su contraprestación de favores y protecciones non sanctas a empresas y su extensión a tramos de las instituciones (sin excluir la Justicia) y los cuerpos burocráticos.
Que los brasileños descubran ahora que varios de quienes motorizaron el apartamiento de la presidente Dilma Rousseff están involucrados en la misma especie de manejos ilegales que se imputaban a Rousseff y a su partido (el PT de Lula Da Silva), extiende la sospecha y la deslegitimación al conjunto del sistema político y hace difícil prever sobre qué pilares podrá asentar su autoridad, legitimidad y capacidad de gobierno quien sea llamado a reemplazar al actual presidente, Michel Temer, candidato a seguir muy pronto el desalojo que sufrió Dilma.
Aunque Temer ha asegurado que no renunciará (Rousseff también lo había proclamado antes del juicio político), parece claro que no cuenta con capacidad para controlar la situación y sostener su gobierno hasta el final. La Justicia podría, basándose en el financiamiento ilegal que facilitó la campaña de la fórmula Rousseff-Temer, declarar nula la elección que los llevó al gobierno, lo que exigiría convocar a elecciones adelantadas.
Las manifestaciones callejeras de los últimos días pedían justamente eso: “Elección directa”. Es difícil, sin embargo, que el sistema de fuerzas de lo que podría designarse como establishment de Brasil se resigne a la prueba sin red de dejar la última palabra en manos del cuerpo electoral, con el sistema de mediaciones políticas desarticulado. Más aún: si no avanzan nuevas causas contra él, podría ocurrir que la elección directa devolviera la presidencia a Lula. En rigor, las encuestas muestran que es el candidato que cuenta con más apoyo, inclusive en tiempos en que arrecian causas judiciales y campañas periodísticas en su contra.
Por ese motivo, no es improbable que se tolere por un cierto tiempo la continuidad impotente de Temer mientras se genera un consenso para una salida sin elección directa, basada en el Congreso, que elegiría una persona mayor de 35 años para que complete el mandato que inauguró Dilma Rousseff, y sea presidente hasta diciembre del año próximo. Ese elegido debería tener rasgos muy marcados de credibilidad y autoridad que le otorguen crédito ante la opinión pública y debería asentarse en un consenso de gobernabilidad que vaya más lejos y más profundo que la suma de fuerzas del gobierno.
El espejo brasileño pone en evidencia tanto la virtud de los acuerdos que garantizan gobernabilidad y sostienen reformas indispensables para afrontar los desafíos del mundo como la desgracia de perder o destruir esos consensos.
La Argentina, que supo experimentar esas desgracias, no debería desperdiciar los acuerdos mientras sean posibles. Las experiencias de Dilma y de Temer indican que las elecciones son un pilar muy importante de la gobernabilidad. Pero no el único.